El velorio de mi casa

Género: Narrativa

a punto de terminar este año, el decimoséptimo que vivo en el barrio de Mixcoac, estoy mi casa.

Los libros ya no están conmigo. Tampoco los libreros de que los hospedaban. Sólo los muros de , desnudos.

He descolgado los que adornaban las paredes y en su lugar han quedado las claras huellas de su , como si su misión hubiese consistido en defender del polvo el espacio que ocupaban.

No hay ningún   en el . No están los retratos en las mesas, ni las medicinas en el del baño. Las lámparas ya no cubren los focos, ahora pelones, casi , ni los papeles mi escritorio, como si milagrosamente se hubieran tramitado todos los asuntos pendientes.

Los   del escritorio están vacíos, vacía la donde guardaba algunas prehispánicas y algunos libros raros o antiguos. Ya no hay contenidos; sólo continentes: un armario , una alacena hambrienta, un en la luna que lo reproduce.

Todos los libros están empacados en cajas de cartón,   amarradas con , esperando su nueva sintaxis. Sin ellos al alcance de la mano me siento . Si ahora que escribo esta página necesitara saber el significado de alguna palabra, no habría diccionario que me protegiera.

Mientras puedo hacer la mudanza definitiva —como si las metáforas (no otra cosa es una mudanza) lo fueran—, conservo dos de ropa, un plato, una taza, una cafetera, una botella de tequila, un caballito tequilero, algunos de mis más necesarios personales, este lápiz del número 2 1/2 y este cuaderno.

Salgo al jardín a tomar el sol porque si la casa, de techos tan altos y muros tan anchos, es de suyo fría, sobre todo en invierno, ahora, con las alfombras , sin los libros que las paredes, sin el fuego de la cocina, es helada.

Además del sol, tomo un tequila, sentado en mi . Corto un limón del limonero, que no ha empacado sus frutos, y desde el jardín miro la casa deshabitada, como si fuera una fotografía muy vieja, color .

En esta época del año, el jardín, que es un calendario, es a pesar de la de limas y limones, de la cortesía de algunos alcatraces y de la de la .

Estoy sentado bajo la , que a estas alturas agónicas del año no da sombra:   de su verdor, no es más que un tejido de varas secas y tristes. Habrá que esperar a la primavera para que la glicina florezca y se cubra de hojas —en ese orden. Pero para la primavera yo ya no voy a estar aquí. Y por primera vez pienso, tequila en mano, que ella tampoco. Que una vez que yo me vaya, una mecánica la de la misma manera que este terreno para construir en el lugar de la casa un pequeño y moderno centro comercial, aquí, al lado del mercado de Mixcoac. Tengo la dolorosa que, en yo, la casa habrá de ser como demolieron hace algún tiempo la casa de enfrente, que como escuela secundaria y que tenía la misma edad que la mía. Mía no; de las señoritas Carrasco, mis .

Aquí estoy, bajo las de las ramas de la glicina, sentado en mi equipal, tomando un tequila acompañado de un limón recién desprendido del limonero.

Los gatos también toman el sol en silencio amodorrado. Mis gatos no tienen nombre. Debería entonces decir los gatos y no mis gatos. No quise ponerles nombre, yo, que a todo pongo nombre, yo que a eso me dedico. Es que no quise encariñarme con ellos porque no los admití en casa para que me hicieran compañía o para jugar con ellos y acariciarlos, sino para que ahuyentaran a las ratas del mercado. Por eso no tienen nombre ni les doy mucho de comer. Cuando por fin venga la mudanza, abandonaré a los gatos anónimos quizás con cierta tristeza, pero a sabiendas de que el mercado se da abasto para satisfacer sus apetitos.

El equipal   a cada suspiro y a cada trago de tequila. La yerbasanta ha crecido tanto que ya oculta el corredor de la casa. No me he en cuatro días porque ya la de afeitar. No pensé que la barba me creciera tan .

¿Cuándo volveré a tener el privilegio de cortar con mi propia mano un limón de un limonero para acompañar mi tequila?

Siguen oyéndose villancicos españoles y El niño del tambor en el mercado, cuando ya estamos a de terminar el año.

Siento que la casa se va (no en vano tiene forma de tren) y que yo habré de permanecer aquí, sentado en mi equipal, mucho tiempo después de que la casa se haya ido, tomando tequila bajo la glicina. Pienso en y en su volcánico y en Cuernavaca y en una , que primero echa las flores y después las hojas, como la glicina. Lowry bajo el volcán. Yo bajo la glicina.

Pero no es la casa la que se va. El que se va soy yo y sin embargo siento que, sin mí, la casa está muerta, no sólo por el peligro de su destrucción, sino por mi propia lejanía, por nuestra separación. Tengo que abandonarla yo, que le daba vida. Mis caseras, las señoritas Carrasco, me obligan a dejarla. Por primera vez comprendo el del .

Y de pronto, un trago de tequila, sentado en mi equipal, rodeado por los cuatro gatos sin rincón, presencio, con ojos alucinados como los de Malcolm Lowry, una de milagro . Entre las ramas secas de la glicina aparentemente : una flor, que la planta me ofrece como despedida, como anticipo de primavera, como promesa de supervivencia; una flor lila y generosa como un de uvas, en pleno invierno.

Ni un tequila más, Gonzalo.

Ya el retrato de papá no vigila mi escritorio, de modo que esta noche escribo sin , sin guía, a la .

Todavía me quedan algunos días de . Algunos días con sus noches. La casa nueva todavía no está terminada. Los carpinteros siguen trabajando en la construcción de los libreros y no avanzan mucho porque los pintores de pintura el andador que están armando y, cuando las paredes , los carpinteros, a su vez, las mancharán de sin que se sepa cuál es el momento justo de decir basta. Habré de permanecer dos o tres días más en esta casa llena de muebles vacíos y de cajas llenas, donde escribo de la manera más elemental, sobre una mesa desnuda, una carta a las señoritas Carrasco, mis caseras. Aunque quizás, ahora que lo pienso, tendré que quedarme hasta después del porque antes los juguetes apostados en la calle, frente a mi puerta, me van a impedir sacar mis cosas. Ojalá que este aplazamiento no les moleste, señoritas Carrasco.

Aquí les dejo su casa. Esta casa donde ustedes nacieron, precisamente ahí donde está mi escritorio, que es el lugar en el que yo también nazco cada día, en cada página que escribo. Esta casa construida por su abuelo hace cien años, cuando Mixcoac estaba por ríos, hoy secos o . Esta casa de techos altos hasta la , de muros anchos, de ventanas con , que pueden hacer la noche en cualquier momento del día.

Ahora que me voy, tengo que decirles, señoritas Carrasco, que la casa tiene los achaques propios de su edad: las tuberías lloran con frecuencia sin motivos aparentes, la fuente padece incontinencia y las del piso sufren el cáncer de la que de tarde en tarde las vence aquí y allá, con el riesgo de que uno empiece a caminar en el subsuelo, medio metro debajo del nivel de la casa. Ustedes saben que padecimientos no se deben al . Antes bien, yo la he cuidado mucho durante el tiempo que la he habitado, como a ustedes les , y le he hecho mejoras notables. Cambié las ventanas de madera que daban al exterior porque la las había podrido. Les quité a los pisos, a las puertas interiores y a sus marcos y sus postigos y las duelas todas del piso las diez o doce capas de barniz y de pintura que se les habían a lo largo del siglo, rescaté su color natural y dejé visibles los caprichosos de las polillas. A la glicina le una cama, como ustedes dicen, a lo largo y a lo ancho de los andadores del jardín, por donde la planta en vez de limitarse a la pared de tepetate donde habitaba verticalmente, como abismada, como con , así que les devuelvo un jardín techado de flores y de fragancia. Les dejo también unas que sembré al pie del muro de la y que una vez aclimatadas habrán de ser un estallido de color; unos que demarcan el camino a la biblioteca, y un naranjo, sembrado por mi mano al llegar a esta casa, que hoy ofrece sus frutos con generosidad y que se suma a los otros dos cítricos del jardín, la lima y el limón, cuyas ramas se . Creo que también les voy a dejar, si no tienen inconveniente, la mesa del corredor y sus bancas , que no me cabrán en ninguna parte y que a fuerza de estar ahí desde que llegué a Mixcoac ya no parecen muebles sino inmuebles.

Llegué a Mixcoac hace cerca de diecisiete años por un anuncio que ustedes pusieron en el periódico con honestidad contundente y que decía:

Rento casa vieja

sin clósets y sin cochera

Tiziano 26, Mixcoac

Por aquellos días, padecía una enfermedad artrítica que me había   a la invalidez y que me hacía sufrir unos dolores humillantes, porque si los dolores del alma al hombre, los del cuerpo lo , lo . ¿Se acuerdan de que estaba yo en silla de ruedas cuando nos conocimos?

Le pedí a mi hermana Rosa que fuera a ver la casa que tan sinceramente anunciaba sus deficiencias. Regresó encantada. Según Alejandro, entonces su , la casa se parecía, aunque con otras proporciones, al Museo de Guanabacoa, cercano a La Habana, donde se exponen manifestaciones rituales del afrocubano de los abakuás.

—Y además —dijo Alejandro—, tiene una glicina.

Y al decirlo me imaginé una casa entre habanera y veneciana, espaciosa y digna. Y la renté sin conocerla más que a través de las descripciones verbales de Alejandro y de los clarísimos dibujos de Rosa.

Rosa y yo decidimos vivir juntos en la casa de Tiziano, como aquel “simple y silencioso matrimonio de hermanos” de un cuento de , llamado “   ”, que ahora que escribo se me mete de en cada renglón, y que a ustedes a lo mejor les gustaría leer, sobre todo a usted, doña Bertha, que tanta pasión tiene por la literatura. Aunque tal vez este cuento le parezca un poco raro y sobre todo muy distinto a las novelas que usted lee, porque me la imagino muy bien leyendo a Pérez Galdós, a Margaret Mitchel o a , pero no a . Un año vivimos juntos Rosa y yo. Durante ese tiempo nuestras soledades. Pero la casa no era para la convivencia a pesar de su amplitud. El dormitorio de Rosa se interponía entre el mío y el baño —el único baño de la casa—, de manera que en la noche, cuando era , tenía que salir al corredor, atravesar parte del jardín, por donde está la fuente incontinente, abrir la puerta de la cocina y llegar por fin al baño por el otro lado.de suyo incómodo pero insufrible cuando se necesitan para recorrerlo.

Como quiera que sea, Rosa y yo nos disfrutamos mucho durante ese año en el que sus risas alumbraron la casa y su buen gusto se por los espacios, por las paredes, por todos los rincones. Hasta que un mal día decidió mudarse de Tiziano no sólo por las dificultades de su convivencia conmigo, debidas sobre todo a la disposición de las habitaciones de la casa, y por las demandas naturales de su relación con Alejandro, sino porque llegó al límite su tolerancia con respecto a un barrio que la agredía cotidianamente y al cual no pertenecía. No pertenecíamos ni ella ni yo. El escenario del mercado se le presentaba día a día más   y más violento, a ella, que caminaba por ahí con esa su belleza distraída que suscitaba las expresiones más   de un machismo suburbano. Pero la agresividad no siempre se manifestaba directamente, sino a veces de manera indirecta y aun pasiva: las bolsas de basura que manos invisibles depositaban cotidiana e implacablemente al pie de la ventana de mi estudio, la mancha de orines siempre fresca en la puerta de la calle, el teporocho, ciertamente inofensivo, que dormía su borrachera entre las ruedas de mi Volkswagen color café con leche.

Cuando Rosa se fue, sentí que la casa se me venía encima. Era demasiado grande para mí solo. Excepto los libros y sus libreros, mi cama y mi escritorio, todos los muebles eran de ella, así que cuando se llevó sus cosas la casa se convirtió en un gigantesco agujero; más un túnel que el tren de pasajeros en que tiempo después la literatura habría de convertirla.

Pensé mudarme de casa, pero los libros me retuvieron en ella: se tan contentos y saludables por las altísimas paredes que trasladarlos de ahí sería tanto como desprender la hiedra del muro en que ha echado raíces. Adónde llevarlos. ¿A un departamento de los que se construyen ahora, en los que uno roza, sin ser muy alto, los granos del tirol del techo apenas hace un ? Imposible. No cabrían.

Con la partida de Rosa la renta se me duplicó. Aun así, decidí quedarme.

Cultivé el jardín hasta convertirlo en un e hice, a fuerza de cuidado, de palabras y aun de amenazas, que floreciera la glicina. Arreglé el estudio, que es la parte ardua de la biblioteca; el lugar donde se apilan los papeles y los periódicos, los libros pendientes, los directorios telefónicos, que nunca podrán pasar por libros a pesar de su volumen simplemente porque no pueden ponerse de pie y, y , se acomodan horizontalmente, como las revistas. Y, al paso del tiempo, ese espacio fue el más vivo de la casa, por la propia vitalidad que mi trabajo le imponía: un libro siempre abierto, una máquina de escribir , un teléfono terco. Y el comedor tuvo mesa y la mesa mantel y platos y vasos y cubiertos y servilleta de tela en cada uno de los alimentos. Y la cocina aprendió a cocinar y se fue haciendo de sus de madera, de sus trastes de , de sus ollas y de sus cazuelas de . Y el corredor añadió a su de severo grandes macetones con helechos, y otras plantas de sombra que lo refrescaron, y plácidos equipales donde sentarse a leer el periódico y tomar el tequila. Y el dormitorio se hizo e íntimo, a pesar de su ubicación a la mitad de la casa, y pudo recibir.

Pero la verdadera reivindicación de la casa y del barrio que la se debe a la palabra y a su capacidad de domesticar la realidad, de hacerla habitable. Empecé a escribir sobre la casa y su arquitectura ferroviaria, sobre su glicina, sobre el barrio de Mixcoac y sus vecinos : el jardinero, el teporocho, el tragafuego. Y ya no pude irme porque las cosas y la gente, una vez nombradas y descritas, cobraron dignidad y estatura y se hicieron . Y a mi voz se sumaron las de todos los que por aquí pasaron (porque pasajeros fueron en este tren del que yo era el maquinista) y dejaron en el aire sus palabras. En el aire y en las paredes y en los muebles y en los libros. La de sus palabras y de sus risas y de sus miradas y de sus orgasmos (con perdón de ustedes, señoritas Carrasco).

Ay, señoritas Carrasco, ¿por qué me piden la casa ahora, diecisiete años después de mi llegada, cuando por fin la he domesticado a fuerza de palabras?

Voy a extrañar la amplitud de las habitaciones, la anchura de los muros, la altura del techo, que libera las ideas hasta la perdición, la puntualidad de la glicina, que ayer se violentó para ofrecerme una flor de despedida en pleno invierno. Por favor, ahora que me voy y que ustedes recuperan la casa, no dejen de hablarle a la glicina. Yo no creo en esas cosas, pero les suplico que le hablen, y que le hablen con energía porque es una planta sorda, y si no le hablan con fuerza, simplemente no va a florecer. No sé cómo voy a poder vivir sin ese calendario que es mi glicina. Perdón: la de ustedes. Confundiré el invierno con la primavera y después no voy a saber si el poema que me viene a la memoria es de Villaurrutia o de Pellicer.

Voy a extrañar la noche que hacen los postigos a la primera hora de la tarde para proteger mi siesta o para el amor temprano. El espejo del ropero ya no reflejará el mismo espacio y se olvidará de todas las batallas que se libraron en mi cama, con el perdón de ustedes.

Voy a extrañar la cocina de carbón y su olor antiguo y campestre, el barrio, el mercado y sus habitantes y sus : el relojero de enfrente y el y la fonda y la farmacia de la esquina y el Café París, que nunca cierra sus puertas, a ninguna hora del día ni de la noche, ningún día del año salvo este primero de enero; el afilador de cuchillos, el cartero, que me hace llegar las cartas dirigidas a mí aunque tengan la dirección equivocada; el del gas y el del agua, apenas inventado; la música de la tienda de discos del mercado donde adquirí los más improbables   , la banda oaxaqueña que de tarde en tarde viene con su rotunda sonoridad de fiesta triste.

Voy a extrañar a Margarito, , cojo y bizco (y no manco por fortuna), que constituye, él solo, el grupo que ostenta el nombre de El Alma de Chiapas y que a veces entra a la casa, a acompañar el tequila con la Zandunga, El y la palma o Dios nunca muere. Al Güero, que todas las mañanas me mi jugo de naranja recién exprimido por un precio simbólico, como tributo a mi prestigiosa condición de maestro de Universidad, y a los borrachos que alrededor de su puesto en busca del jerez con yemas de huevo para iniciar el ritual de la cura de la . Y a Luis y sus hermanos, que durante más de tres me ofrecieron los mejores en su ambulante. Y al señor Molina, que vende el mejor tocino del país a cambio de un precio justo y de una injusta conversación sobre temas de mi absoluta ignorancia. Y a los tripulantes de El Barco, que me limpian la con habilidad infantil y con paciencia .

¿Quién le cambiará, de ahora en adelante, la pila a mi reloj? ¿Quién le pondrá media suela a mis zapatos agujereados? ¿Dónde compraré ostiones frescos con confianza? ¿Qué comeré cuando el hambre me asalte a las tres de la madrugada y no pueda acudir al Café París en busca de una torta cubana en la cual se reconcilian de una vez por todas el clásico y el barroco? ¿Tendré que seguir viniendo todos los días a Mixcoac esté donde esté y viva donde viva?

Cambiaré los beneficios del espacio y de quienes lo circundan por las dudosas ventajas del : los muchos contactos de luz a la altura del del piso y no, como los de esta casa de Tiziano, a la mitad de la pared, ahí dispuestos cuando los escasos aparatos eléctricos de entonces se exhibían en mesas altas cual trofeos de la modernidad; la intimidad de las habitaciones separadas, que a mí poco me importa porque he elegido la independencia doméstica aun en la vida amorosa y ni manera de querer aislarme de mí mismo o de encerrarme en mi estudio para no interrumpirme o para no distraerme; las tuberías nuevas que harán muy bien la digestión; todo género de instalaciones televisivas y telefónicas, y una cocina moderna que reclamará el concurso de miles de aparatos electrodo¬mésticos altamente especializados cuyas múltiples funciones ahora cumplen, gracias a la sabiduría prehistórica de Baldomera, el y el .

Sé que ustedes aman esta casa que abriga su genealogía. Ojalá, señoritas Carrasco, que no acaben por entregarla a la comercial; ojalá que no caigan en la tentación de la modernidad que señorea sobre la memoria y que nos deja sin ningún lugar en la ciudad donde recargar los recuerdos.

 

Conminado por ustedes a entregarles la casa, me he impuesto la tarea de pensar en las deficiencias de su construcción y en las miserias del barrio en que se inscribe. Sólo podré dejarla mediante un esfuerzo del pensamiento y de la palabra proporcional al que realicé para habitarla.

Dejo la casa de Tiziano expulsado por la . Como no tiene cochera, me veo obligado a estacionar el coche en la calle, donde lo asaltan persistentemente a pesar de sus alarmas. Por cierto, nunca apareció aquel Volkswagen que me robaron de las puertas mismas de la casa. Y éste no lo guardo en la cochera que las monjas de la calle de Miguel Ángel me rentaban gracias a la de ustedes porque no me atrevo a caminar en la noche, ni solo ni acompañado, las escasas dos cuadras que me separan del convento. Una vez sufrí un asalto del que nunca quisiera acordarme. La calle se ha vuelto un excusado público y es menester sortear las perrunas y humanas para llegar a la puerta, que invariablemente está orinada, con perdón de ustedes. Alguna vez pensé   en la del , justo arriba de donde se orinan los , un mosaico con la imagen venerable de la Virgen de Guadalupe, a ver si de esa manera respetaban el lugar, pero tuve temor a la profanación, ay, Virgencita, tú me habrás de perdonar pero ya me anda y ni manera. Las ratas del mercado por mi calle con tranquilidad vacuna y mis gatos no logran impedir que se introduzcan por debajo de las duelas del piso: el ruido de su desplazamiento me despierta a media noche y veo sus hocicos por los respiraderos de mi cuarto.

Los de las colonias vecinas, particularmente las que se ubican allende el anillo periférico, como la Alfonso XIII, pintan a menudo en las bardas de la casa sus entre guerrilleras y budistas con caligrafía punk de pintura de aerosol. Últimamente han dejado de venir, pero durante años el callejón de Guillain, adonde dan las ventanas de mi estudio y del comedor, fue su campo de batalla. Algunas noches infernales escuché con precisión estereofónica sus acometidas con botellas rotas y cadenas, los golpes, las heridas y el desangrado de las víctimas. ¿Qué van a hacer, señoritas Carrasco? No quisiera que alteraran la doméstica de esta casa centenaria y al mismo tiempo sé que día a día es más inhabitable.

Lo que no he entendido realmente es por qué me pidieron la casa después del pago puntual de ciento noventa y ocho mensualidades a lo largo de casi diecisiete años. Comprendo que a la muerte de su señora madre, que en descanse, se vieran precisadas a arreglar sus cuentas y determinaran vender esta propiedad. Claro que el mejor cliente era yo. No sólo porque legalmente, en cuanto que inquilino de tantos años, tenía la primera opción de compra, sino por la devoción, que comparto con ustedes, por esta casa. Pero el precio que fijaron rebasaba todas mis posibilidades financieras y además incluía todas las mejoras que yo le había hecho a la casa por mi propia cuenta: el rescate de pisos, puertas y ventanas, la pintura de las habitaciones, la de la glicina, la jardinería y, sobre todo, la atmósfera maravillosa que yo había creado en la casa gracias a mis libros, a mis cuadros, a mis palabras y a las de los míos. Así mejorada, subió tanto de precio que no pude comprarla. Sinceramente creo que ustedes tampoco podrán venderla, a menos que la condenen a la demolición.

Mucho me temo, señoritas Carrasco, que esta casa construida por su abuelo hace cien años, donde ustedes nacieron y yo de algún modo renací, será demolida para convertirse en estacionamiento, en bodega de papas o en un pequeño centro comercial con un local de maquinitas para cazar coreanos, un videocentro de películas y un de hot-dogs, hamburguesas o pizzas.

Terribles derribarán estas paredes hasta hace unos días tapizadas de libros y una pala mecánica   la glicina centenaria porque todos pensarán que está seca, porque nadie reparará en la flor que me regaló ayer, fuera de calendario. Pero qué digo. Aunque la vieran en todo su verdor, igualmente acabarían con ella. A quién puede importarle una glicina en este barrio desarbolado, , por el que antaño corrían enormes ríos alimentando a los árboles que crecían a sus .

Aquí les dejo su casa, señoritas Carrasco. Me voy cuando mi ilusión había sido la de vivir en ella hasta el día de mi muerte. Y la habría   , de no pedirme ustedes la casa, porque soy capaz de dignificar y las miserias gracias a la palabra. Así de poderosa es la literatura y así de firme mi vocación. Me gustaría que mis hijos y mis amigos velaran mi cuerpo en esta casa. Pero no. Soy yo ahora el que anticipadamente, de luto, la muerte de mi casa.

Fuente:

FUENTE: Gonzalo Celorio, “El velorio de mi casa”, en Material de lectura, selección y nota introductoria de Eduardo Casar, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Difusión Cultural-Dirección de Literatura, 2011 (El cuento contemporáneo, 112), pp. 6-18.

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